El PP está convencido de que la crisis económica le llevará al gobierno si no crispa demasiado al electorado de izquierda. Al PSOE la economía le importa un pimiento. La preocupa, principalmente, conseguir una “derrota” negociada de ETA, que incluso permita a Zapatero recibir el nobel de la Paz. Y le preocupa, también, «tensionar la sociedad», dejarla escindida ante los golpes del Capital. Para esto dispone, por ejemplo, de la Ley de Memoria Histórica.
Como hemos visto con ocasión del esperpento de la Complutense, esa ley no plantea un problema de huesos, sino de activación del odio. Es ante todo instrumento de manipulación de añorantes de la fase estalinista de la II República que tratan de resucitar a Franco, cuando murió tranquilamente en la cama hace 35 años. Desean obtener una satisfacción simbólica a su resentimiento, con enormes dosis de cinismo, pues la Transición que ahora maldicen hubiese resultado difícil sin la contribución de su entonces amado jefe, Santiago Carrillo. A este cortejo de septuagenarios avinagrados se han añadido la claque subvencionada de mil liberados de CC.OO y UGT, dos vicepresidentes del gobierno, y Jiménez Villarejo, que se hizo fiscal con Franco, y ahora es un antifranquista con efecto retardado. Hasta Garzón reniega de sus valedores porque con estos amigos, no necesita enemigos.
Desde el punto de vista sociológico, la clase política actual es, al igual que el jefe de Estado, pura continuidad del franquismo. El PSOE, del franco-falangismo. El PP, del OPUS, los democristianos de “Sor Intrépida” y demás tecnócratas y chupacirios.