Del eurodrama al Euro-Reich
Ha transcurrido más de un año del final de aquellas eurocumbres celebradas entre apelaciones tremebundas a la salvación del euro y Europa. Coartada para adoptar de manera oficial, bajo la rúbrica del pacto fiscal y la unión bancaria, las tesis germanas que eran aplicadas de facto bajo un diktat: un conjunto de políticas pro cíclicas como cura a la crisis de la deuda y la recesión de la eurozona basadas en la reducción del déficit y contención del gasto público, aumento de impuestos y reformas estructurales a saco. Así, quedó establecida la unión fiscal y económica con un mecanismo adosado de sanciones automáticas para aquellos estados miembros incumplidores del límite del 0,5% del déficit estructural, la llamada «regla de oro». Conforme al plante de Alemania, el bazuca del Banco Central Europeo (BCE), la compra masiva de bonos, la mutualización de la deuda que suplicaban algunos estados, quedó relegada al más absoluto olvido. Al igual que la ampliación de la dotación del fondo rescate. Respecto a las reestructuraciones de deuda, forma eufemística para referirse a quitas, de producirse, se endosarían al FMI.
El bloqueo británico al acuerdo, paradójicamente, lejos de zancadillear el proceso hacia la «gobernanza europea» lo aceleró, obviando la tediosa y lenta reforma de los tratados por ágiles acuerdos internacionales entre 25 de los 27 estados miembros de la UE. El posterior anuncio de un referendo de consulta para determinar la presencia de Reino Unido en la UE no ha abierto una brecha, sino que refuerza el tradicional posicionamiento de preservar su excepcionalidad. En esta ocasión, en aras de sustraer del control europeo su jugosa industria financiera de la City.
Ninguna disensión en el seno de Eurolandia. Sólo irrisorias alianzas ocasionales de estados renqueantes para implorar la indulgencia de Alemania con medidas de estímulo. La canciller Merkel se puede permitir ejercer un liderazgo sin complejos y sin la asistencia de escuderos como lo fuera la Francia de Sarkozy, cuyo sucesor, Hollande, parece reorientar su vocación continental, más que en Europa en África, persiguiendo viejas glorias coloniales.
Pero aquellas cumbres que debían redimir al euro de la presión de los “mercados” no impidieron la rebaja en la calificación de la deuda de España e Italia con una escalada en sus primas de riesgo hasta límites insoportables y que por el camino Francia perdiera el relumbrón de su calificación triple A, mientras Alemania, la gran beneficiaria de esta situación, llegaba a “pagar” intereses negativos por la emisión de sus bonos. Es decir, cobrar por vender su deuda soberana como valor refugio. Draghi, el gobernador del BCE, ya advirtió que los diferenciales de la prima de riesgo constituyen un importante acicate para aplicar planes de ajuste y reformas estructurales. Y, después de tanta farfolla, con una sola frase taumatúrgica de Draghi, «Haré lo que haya que hacer, y créanme, será suficiente», bastó para que, hasta nuestros días, la presión sobre la prima de riesgo de España e Italia remitiera.
No obstante, los tesoros de Italia y España también se enfrentan a importantes vencimientos de deuda este año. El reinito borbónico ha sido rescatado a través de su sector bancario y mantiene sus compromisos de pago gracias a los goteros de liquidez que el BCE dispensa a favor de su banca, la cual redondea su negocio con la compra de deuda soberana que redunda en más déficit y deuda pública. Nada es gratis y Draghi, durante su última visita a España, ha pedido nuevos recortes y subidas de impuestos. Ni las previsiones de crecimiento económico, ni las tasas de desempleo, ni los niveles de deuda permiten prestar credibilidad alguna a las recetas alemanas aplicada por el gobierno del PP, ni a la afirmación del presidente, Mariano Rajoy, de que ya «hemos sacado el cuello del agua». Y si alguien piensa en los miríficos efectos de la exportación, como aviso a navegantes, Merkel se ha ratificado en su intención de mantener una divisa fuerte, «aunque los esfuerzos de España se derritan como la nieve».
Eurolandia, bajo la dirección de Alemania, somete a purga a los, supuestamente, manirrotos estados de la periferia y encuadra bajo directrices de austeridad al resto. Los países rescatados o intervenidos de la eurozona, caso de España, han perdido toda su autonomía nacional. Las antidemocráticas instituciones de la UE son meras correas de transmisión de las decisiones económico-políticas instadas por Berlín y Fráncfort para someter a las economías deprimidas del sur que, ante todo, deben reintegrar sus préstamos al capital centroeuropeo. Formamos parte de la periferia de la eurozona desmantelada por Berlín, junto a Grecia, Portugal, Italia, Irlanda y Chipre.
Europa, satélite de Alemania
A veces se olvida que la CEE nació como un montaje indisimulado para sujetar a Alemania entre invocaciones gaseosas a la reconciliación y la superación de las crisis en el Viejo Continente, diezmado tras dos guerras mundiales casi consecutivas. Como panacea de todos los males europeos se articuló un espacio cooperación económica regional bajo premisas liberal-capitalistas. Algo más de sesenta años después de la Declaración Schuman, es Alemania la que, a través de la UE, sujeta a Europa en una vorágine devastadora en medio de la crisis global del capitalismo.
La hegemonía alemana se inscribe en la dinámica de bloques en concurrencia en pos del mercado mundial. Perdura todavía como reminiscencia de la guerra fría su vasallaje a USA. Pero en el político-económico, la locomotora germana aspira a vertebrar de manera autónoma, a través de la pretendida supranacionalidad de la UE, una constelación de estados europeos dóciles bajo su mando, con una periferia colonizada en el Mediterráneo y el este y la Mitteleurope y el norte a su servicio.
El endeudamiento inducido de los estados del sur de la eurozona con los excedentes de capital alemanes durante la pasada década, ha desbrozado la vía de dominación germana: su condición de acreedora le permite exigir ajustes a los desdichados estados deudores, sumiéndolos en un proceso de devaluación interna brutal que condena a sus poblaciones a la más absoluta miseria y los reduce a la condición de protectorados. De este modo, Alemania blinda su preponderancia financiera e industrial exportadora, reforzada tras haber insuflado el aire de las burbujas europeas, y relaja de tensiones inflacionistas su economía. Así, preserva su proyección competitiva frente a otros polos de rivalidad capitalista.
El ex canciller Kohl acusó directamente a Merkel de haber truncado su ideal de una Alemania europea. El ex mandatario Helmut Schmidt, más prosaico, calificó a su propio país de «matón» a la vista de las amenazas a Grecia y su política respecto al resto de los parias de la eurozona. Pero la supremacía y prepotencia alemana en la UE no se ha inaugurado con los aires de suficiencia de la canciller Merkel, sino que se gesta con la constitución de los tratados de la Unión y la adopción del euro como moneda única, conformada a imagen y semejanza del deutsche mark, y tanto de lo mismo con el BCE respecto al Deutsche Bank, mediante una dictadura del monetariado. Dos instrumentos precisos que le permitieron financiar a costa de los europeos su reunificación de los años 90 del siglo pasado y ahormar un mercado único a sus intereses bajo el paraguas protector de una divisa, tras decenios de convergencia europea desguazando rivalidades industriales de los estados miembros.
Ruptura: Europa o Eurolandia
La UE no es, por mucho que se empeñen algunos, el embrión de los Estados Unidos de Europa, una forma transitoria de organización supranacional encaminada a convertirse en una superpotencia a tener en cuenta en el concierto internacional. Sino un espacio en declive conformado por estados domeñados por Alemania en un mundo cuyo centro de gravedad se ha desplazado hacia la emergencia asiática. Eurolandia no pinta nada, es un enorme cráter en medio del orbe.
El barullo de los falsos debates discurre en los parámetros de la ortodoxia capitalista: de keynesianos contra liberales, de socialdemócratas frente a conservadores, de estados que, independientemente del color de su gobierno, reclaman políticas de crecimiento versus restrictivas. Lo cual puede llevar a la conclusión equívoca de que se debe plantear una mera reorientación de Europa en sentido contrario a la de los recortes y a la austeridad preconizada por Merkel, mediante la incentivación de demanda agregada y las inversiones públicas. Pero no son viejas fórmulas ni la reclamación de una Europa social, bandera raída de la izquierda del capital, las que podrán impulsar un destino distinto para millones de españoles y europeos condenados a ser esquilmados por el imperialismo alemán y devorados por la barbarie capitalista, sino un giro radical hacia una Europa democrática y socialista que desmonte la hegemonía del gran capital e imprima un nuevo sentido de la técnica y el trabajo que trasciende hacia una concepción de la pujanza comprendida en términos de rivalidad civilizatoria, ideológica y política, no económica, en un pluriverso en el que una nueva Europa, cuna del pensamiento logo-experimental, la razón, la técnica y los más egregias conquistas en la Historia de la política, como la democracia y la nación de ciudadanos, pueda ocupar el verdadero lugar que le corresponde.
Ni la integración europea ni el euro son procesos irreversibles, sólo justificaciones para imponer el guión del imperialismo germano, cuya ejecutoria no se limita al sometimiento económico y la anulación de toda soberanía nacional, sino que como muestra el reciente pasado del este de Europa, se extiende a la promoción de procesos secesionistas y al cuarteamiento de la integridad territorial de los estados (ex Checoslovaquia y ex Yugoslavia).
Se abre pues, una vía alternativa. Inexorablemente, pasa por la ruptura total con Eurolandia y sus medios de dominación: salida del euro, abandono de toda disciplina monetarista, no reconocimiento de la deuda… Fractura que, para el caso de España, resultaría impracticable sin la previa impugnación del régimen juancarlista, artífice de nuestro ingreso en la UE y perruno seguidor de las antinacionales y antisociales directrices de Bruselas y Berlín.
Es posible otra Europa, especialmente para aquellas naciones que padecen el asfixiante oprobio del Euro-Reich, constituida mediante lazos confederales respetuosos con sus soberanías y articulada a través de mecanismos de cooperación dirigidos a defender sus avances y conquistas.